Nuestros rostros de los extranjeros, lo que les distingue, parece ser una desfiguración emocional. Miradas indiscretas, escrutadoras, siempre agudas de una u otra forma. Observar para desnudar al otro, aunque luego, al contacto, solo verbalicemos lo aparente. Nos inmiscuimos, con la visión, en el entorno y en la experiencia ajena, para luego verbalizar a conveniencia un dictámen fácil, irreflexivo por lo general, quizás como una forma de acomodo frente a la otredad. Nos miramos unos a otros con agresividad, con cautela, con indiferencia, con avidez, con desdén -siempre una mirada intensa, que indaga y juzga- y luego, al entablar un diálogo con lo observado, denotamos muchas veces una cualidad contraria de interacción: de la expresión del rostro, a la expresión verbalizada una vez establecido el diálogo, puede transitar con rapidez un tercer observador de la incomprensión o intelorancia a nuestro típico "congraciarse". En cualquier caso, caracteriza a nuestros rostros un histrionismo efervescente, que desdibuja y dibuja constantemente grotescas expresiones en rostros casi siempre descompuestos, sea durante la comunicación o en los momentos en que los dueños de estos rostros parecen estar consigo mismos.
En ocasiones, todo esto parece la recreación de un juego de máscaras, o un tablón donde ensayan sin descanso un buen número de autores antes de una gran función. Uno se pregunta hasta dónde es posible que exista esta suerte de atmósfera donde prevalece un estado alterado, en exceso inquieto, de la conciencia.