Miami anda revuelta, como siempre, me dice un amigo.
¿Y la Habana? También. Constantemente. No sólo va revuelta sino que llega a ser a veces una verdadera revoltura.
No, no como huevos revueltos; con tanto cojón suelto las claras y las yemas no se revuelven -revuelcan- sino que se unen en una salsa pastosa, inocua. Da ganas de devolver, no de revolver, y nunca de volver.
Para quienes nos visitan por vez primera, con un poco de paja y propaganda de paja en la cabeza pajuza, la ah vana, es un castigo divino, casi, en primeras impresiones -y en impresiones nacionales, no cabe duda, téngase al periódico Granma como referencia-, una tortura medieval cuando se cobra cabal conciencia de dónde se han puesto los pies.
Somos de primera. Y si me dejas el revólver te vuelo la cabeza. O te paso la mano. Te pongo la mano ahí, Macorina, donde te gusta, donde te duele. Goza pelota.
Walterio Carbonell vuelve a la muerte. Tantas veces ha muerto, que ya no sabemos cómo recibir la noticia. Nos deja el obsequio de experimentar una vez más la típica noticia cubana; el anuncio de su muerte no es un suceso, sino más bien, un exceso, una deformidad del flujo informativo. Canales y canales. Caídas. Se desciende y se desciende en el tiempo. Jugamos a caer. Nada de subir, adoramos el frío del metal que arrastra bajo las nalgas. Y si se rompe la ropa en el roce tanto mejor; en verdad nos gusta recibir azotainas. Es algo así como una suerte de espíritu nacional que nos corre por... el trasero.
No nos hacemos eco de reflexiones postmorten oficiales y extraoficiales; dejamos esos oficios a quienes lo ameriten. A quienes le entretengan. Colgamos su libro, que fue congelado en editoriales cubanas por 40 años. Aquí Carbonell, el congelado Carbonell, el viejito loco de la Biblioteca Nacional, el negro que semi protesta, que semi disiente, que semi fallece. El cubano Walterio, que nunca termina de morir.